Por Neshamot Deot
Resumen: La leyenda de las diez tribus perdidas de Israel ha sido un tema que, a pesar de las diversas desaprobaciones académicas, se ha resistido a desaparecer o a caer en el olvido. Hay dos razones fundamentales que explican por qué esto ha sido así: la primera, la permanencia del pueblo judío, origen étnico de esta narrativa; y la segunda, el inmenso continente americano, tierra fértil que potenció el reservorio de imaginarios de la antigüedad clásica de Asia y Europa. Teniendo esto en cuenta, el presente documento explora la persistencia de la leyenda de las diez tribus perdidas de Israel en el imaginario americano, analizando su impacto histórico, cultural y religioso, así como su potencial para fortalecer vínculos entre pueblos indígenas y judíos. El estudio combina un enfoque interdisciplinario, revisando fuentes bíblicas, tradiciones orales, crónicas coloniales, teorías científicas (lingüísticas, arqueológicas) y discursos religiosos (judíos, cristianos y movimientos mesiánicos). Hacia el final del texto se considera que la leyenda de las diez tribus perdidas en América refleja la necesidad humana de explicar lo desconocido mediante relatos compartidos. Su resistencia ilustra cómo los mitos trascienden la academia, adaptándose a contextos políticos y religiosos. El texto propone reevaluar su función como puente simbólico, enfatizando su potencial para unir comunidades con historias de persecución.
Día y noche, en un incesante murmullo,
Una voz maligna como la conciencia
Insistía interminablemente:
Algo está escondido. ¡Ve y encuéntralo!
Explorador, Rudyard Kipling
El continente americano, con sus lagos, con sus llanuras, con sus desiertos y nevados, con sus golfos y sus islas, con su fauna y sus plantas, con todo lo que tiene y lo que podrá llegar a tener, ha sido, es y seguirá siendo un completo misterio dentro de ese otro misterio que es el planeta Tierra. Misterio que se ha ido develando en la medida en que sus habitantes han ido inquiriendo, investigando y comprendiendo, paso a paso, que las cosas están ahí para ser conocidas, para ser, muy despacio, amadas con el amable delirio del intelecto que se dispone a comprender todo aquello que lo rodea y se acerca a su frágil mismidad.
Pero esos misterios develados traen a su vez otros nuevos o renovados que, como muñecas rusas que están unas dentro de otras, van saliendo para presentarse en todo su enigmático esplendor. Pienso que uno de esos misterios, el cual sigue rondando en la mente de muchos, es el origen de la población americana, que, si bien ya cuenta con varias explicaciones convencionales y plenamente aceptadas en el ámbito académico de la antropología y la geografía, no está libre de ciertos interrogantes que bien pueden aportar – más allá de si son o no respondidos- otra serie de ideas que servirían para dar una mirada más amplia y precisa a este tema tan interesante.
América, antes y después del cuestionado descubrimiento, siempre fue un enigma, y para intentar resolverlo, desde el principio o más bien desde el encuentro entre los dos órdenes de mundo –uno incipientemente europeo y el otro denominado como Indiano y luego americano-, se emplearon toda clase de ideas e imaginarios para intentar comprenderlo; así en la memoria cultural de los conquistadores las explicaciones posibles se rodeaban de palabras de alto vuelos míticos y legendarios, de modo tal que para dar cuenta de este Nuevo Mundo se apeló a cinéfalos, trogloditas, amazonas, atlantes, el paraíso terrenal, las Isla de San Brandan, la última Thule, el país de los bienaventurados y en fin, todo el imago mundi posible, disponible, pero limitado en el orden mental de los conquistadores, para intentar dar cuenta de un inmenso continente.
Una de esas ideas sigue viva: la idea de que las diez tribus perdidas de Israel son en buena medida el origen de los pueblos americanos. Para muchos esta fue una explicación plausible desde el punto de vista lógico y bíblico. Con el tiempo fue perdiendo fuerza mientras se daban pasos gigantes en los estudios antropológicos que indicaban un origen norasiático de los pueblos americanos en lo que poco o casi nada tenía que ver en ello los hijos de Yaacov, pues la evidencia fue señalando que se trataba de lejanos antepasados que llegaron por el estrecho de Bering hace más unos 20 mil años, cuando menos.
¿Pero por qué esta hipótesis olvidada y desacreditada sigue viva? ¿Por qué la atractiva idea de que alguna, sino todas, de las tribus perdidas de Israel llegaron a suelo de eso que hoy llamamos América sigue siendo interesante para muchos? Responder de una manera clara y acertada estas preguntas son en gran medida el propósito de este escrito, no sin antes aclarar que afirmar -más allá de si es un mito que desacredite a los investigadores que indagan desde ella- que las diez tribus perdidas de Israel llegaron y poblaron América es reunir en una sola oración una gran cantidad de incógnitas, es reunir lo certero con la plena incertidumbre en un solo lugar geográfico; es reunir las Sagradas Escrituras y las disimiles interpretaciones judías y cristianas; es reunir los libros clásicos con las disparatadas conjeturas elevadas a verdad que pululan en internet; es reunir el más rayano difusionismo con las fiebres religiosas que ven en ello un signo del fin de los tiempos; es juntar con toda tranquilidad la más ortodoxa arqueología con la desprendida alegría del aficionado que escaba detrás de su patio. Yo, particularmente, opino que buscarlas es querer encontrar lo imposible y por eso hay que emprender su búsqueda, no esperando a hallarlas, sino empleándolas como un motivo legendario que incrementa el deseo de tener que hacer el intento.
La leyenda de las diez tribus perdidas de Israel ha sido un tema que, a pesar de las diversas desaprobaciones académicas, se ha resistido a morir o a quedar en el olvido, y creo que existen, básicamente, dos fuerte razones para considerar porqué esto ha sido así: la primera, la permanencia del pueblo judío, origen étnico de esta narrativa y garante de que en efecto hay elementos históricos y culturales de que el evento que desencadenó la idea tuvo lugar; y la segunda, el inmenso continente americano, tierra fértil que potenció el reservorio de imaginarios de la antigüedad clásica de Asia y Europa y puso a sus habitantes a especular sobre las verdaderas dimensiones del mundo, tal y como el historiador Germán Arciniegas lo afirmaba en su ensayo América en Europa:
Cuando Vespucci se dio cuenta de la existencia de un continente distinto de los tres ya conocido y con la más natural de las sorpresas propuso que se lo llamara el Nuevo Mundo, se quedó corto en la expresión. Nuevo iba a ser, desde entonces, no sólo ese enorme trozo de tierra que él anunciaba –equilibrio del otro hemisferio-sino el mundo entero. Nueva iba ser Europa, nuevo el Occidente, nuevo el ámbito en que iba a moverse la imaginación del hombre (sic)
Por eso, para hacerse una idea cabal y comprender bien el tema, cabe aclarar que una vez identificada América, la leyenda de las diez tribus de Israel claramente se distinguió y gracias al continente tuvo un antes y un después que hizo que, para casi todos los proponentes iniciales del origen judío de la población americana, las dos ideas se aproximaban al punto tal que el indígena se vio como si fuese el judío de la selva.
Para mí, lo importante es poder resaltar y hacer hincapié en el evidente poder de convocación que dicha leyenda posee y que puede servir de vínculo narrativo que facilite, no solo la búsqueda y la investigación científica, sino, y sobre todo, la generación y fortalecimiento de las relaciones entre nativos americanos y judíos, las cuales es necesario establecer a fin de consolidar caminos de paz entre los pueblos, pero sobre todo porque las dos colectividades teniendo un pasado y adversidades en común no pueden dejar morir una idea que los ha unido y que ha pasado por varias transformaciones que traslucen, y de algún modo representan los dolorosos avatares de persecución, dolor y sufrimiento que no puede ser olvidado, menos aun cuando siempre amenazan con repetirse.
Para comprender como se ha tratado y desarrollado la idea de las diez tribus perdidas de Israel se debe diferenciar varios contextos discursivos que se condicionan y se diferencian en propósito; de este modo, advertimos rápidamente el discurso de los conquistadores que estaban impregnados de una judeofobia esquizoide, la que encontraba judíos en todo y que se fue extendiendo y diluyendo en el habla española al punto tal que muchos modismos incluyen, hasta el día de hoy, aseveraciones sobre lo judío de un modo tan peyorativo que esta creación de la malignificación fue clave para que la creencia de las diez tribus se arraigara en los nativos, la misma que a fuerza de la insistencia y repetición terminaba siendo aceptada, creída, asumida, y que ellos eran en efecto descendientes de Israel.
A lo anterior hay que sumar los discursos de los historiadores y antropólogos que renovaron o continuaron con dicha tradición exponiendo de una manera más elocuente y ordenada, gracias a la ayuda académica que permitía la corriente teoría del difusionismo y de este modo apoyar algunas tesis sobre ciertas particularidades lingüísticas que creían encontrar en pueblos americanos. Por último, y para nada menos importante, está los discursos de orden religioso, entre los que podemos encontrar la versión del mormonismo, el de las sectas judaizantes, el angloisraelísmo y algunos sectores del judaísmo que han retornado a esta idea.
Teniendo en cuenta lo anterior y para dar un mejor orden expositivo abordaré en esta ponencia el tema en los siguientes apartados: el origen bíblico de la idea; lo que dice la tradición oral y apócrifa; las diez tribus en el judaísmo en la Edad Media; el imaginario de los cronistas en América; las ideas de carácter científico y las consideraciones religiosas al respecto, no sin antes aclarar que siendo este un tema amplio, es seguro que fácilmente llegue a olvidar algún autor o texto que alguien tal vez extrañe.
El origen bíblico de la idea
Por mucho tiempo la Biblia fue tratada y considerada como un texto panexplicativo y metacultural. Por todo se le interrogaba y para todo se recurría a ella. Desde el origen del universo, hasta el fin de los siglos, pasando por la naturaleza de los seres, todo, se suponía, podía ser entendido desde ella. Cuando América y sus pobladores aparecieron ante el extrañado público europeo, la posible solución Escritural al poblamiento de América salió a relucir. Pero las diez tribus perdidas no fue la única respuesta posible, ni siquiera la primera en plantearse desde el orden bíblico; los cronistas –como veremos más adelante- sugirieron otras alternativas como aquella en que los nativos de éste nuevo continente eran descendientes de uno de los hijos de Noé mencionados en el libro del Génesis, de los canaanitas expulsados por los judíos en su llegada a la tierra prometida, o de los Judíos que huyeron del cautiverio de Babilonia. De todas estas posibilidades el que mayor esclarecimiento ofreció para algunos autores de este período fue el de las diez tribus perdidas de Israel.
Para comprender el éxito de esta explicación hay que internarse en los relatos del Tanaj, la Biblia hebrea, escritos en el segundo libro de los Reyes y en el libro de Crónicas. Debemos entonces remontarnos al reinado de Salomón, en especial cuando el profeta Ajiá fue en nombre de Dios a reprenderlo, informándole que el reino le sería quitado por causa de sus pecados, en especial por la idolatría. Pero, a causa del rey David, no haría eso en sus días sino en los de su hijo.
Poco después el rey Salomón murió y el pueblo de Israel se reunió en Siquem para ungir como rey a su hijo, Rejoboam. Las políticas de Rejoboam fueron totalmente antipopulares, sobre todo en materia de impuestos y al endurecerse su yugo el pueblo de Israel se dispersó y estableció su propio reino en el norte, nombrando a Ieroboam ben Nabat como su rey. Éste, buscando alejar a sus súbditos del culto en el Templo de Jerusalem a fin de que no se hicieran leales al reino del sur, instaló ídolos, uno en Betel y otro en Dan, es decir en los dos extremos del reino del norte, además, puso guardias y bloqueó los caminos que llevaban a Jerusalem.
Este bloqueo hizo que muchos se alejaran del culto prescrito por la Toráh y se acercarán más a las costumbres idolatras de los pueblos cercanos; así, a lo largo de algunas generaciones, el reino del Norte (compuesto por diez tribus), continuó con este comportamiento, siendo por ello advertidos por los profetas, los cuales insistían en el regreso al monoteísmo. Pero durante el gobierno de Ieroboam ben Ioash, decimotercer monarca del reino del norte, y a pesar de haber logrado una prosperidad económica notable, amén del fortalecimiento de las relaciones diplomáticas con otros reinos incluyendo al de Judá, en el sur, los israelitas agudizaron sus prácticas idolatras al extremo y permitieron que todas las prácticas asociadas proliferaran hasta traer la decadencia social y la ruina del reino.
El deterioro moral del reino del norte continuó luego de la muerte del rey Ieroboam. Luego fue nombrado como rey Zejariá, quien solo permaneció durante seis meses en el gobierno, pues fue asesinado por Shalum ben Iabesh. Éste a su vez fue asesinado por Menajem ben Gadi, quien ocupó el trono luego de asesinar a Shalum. Fue durante su reinado cuando los asirios invadieron Israel y como medida de precaución ante el poderoso invasor exigió impuestos a sus súbditos a fin de pagar tributo a los asirios y así conservar su poder. Pero esto no sirvió para menguar el poder y la influencia Asiria.
Luego de Menajem reinó Pecajiá, quien fue rápidamente asesinado por Pecaj, que se autonombró rey. Éste al ver que no había modo de cómo evitar ser dominados por Asiria, se unió al el rey Ritzin de Siria en sublevación contra los asirios, esperando así reclutar a Egipto a fin de detener la conquista. El rey Iotam (y luego su hijo Ajaz) de Ieudá se negó a formar parte de la rebelión contra Asiria, entonces Pecaj y Ritzin invadieron la ciudad asesinado a muchos de sus habitantes. Ante esta situación el rey Ajaz pidió rescate al rey de Asiria, Tiglat-piléser, que aprovechó la oportunidad y, dirigiéndose a Siria, derrotó al rey Ritzin y anexó su tierra para convertirla en una de las provincias asirias. Luego se volvió contra Israel y tomó cautivas a las tribus de Neftalí y Zebulún. Durante ese año, el rey asirio organizó una revuelta contra el rey Pecaj, bajo el mando de Oshea ben Ela, que asesinó al rey y fue designado vasallo de Asiria. En el octavo año de Oshea, los asirios capturaron a los rubenitas, a los gaditas, y a la mitad de la tribu de Menashé y los llevaron al exilio en Jalaj, Habor, Haran y el río Gozán.
Por su parte, el rey Oshea hizo una serie de acciones desesperadas y urgentes: 1) se rebeló contra los asirios; 2) envió mensajeros en busca de apoyo al rey de Egipto; 3) se nombró como gobernador independiente de los remanentes del reino del norte; y 4) acabó con el bloqueo que había impedido el paso a Jerusalem. Pese a este último acto los israelitas del norte continuaron con la idolatría. Cuando Shalmaneser, el sucesor de Tiglat-piléser, se enteró de la rebelión de Oshea, arrasó lo que aún quedaba de la tierra de Israel y sitió la capital de Shomron (Samaria), la cual cayó luego de tres años de asedio, siendo arrasada por completo, tomaron cautivos a todos sus habitantes, incluyendo a su rey. De este modo fue como en el año 3205 o en el 740 a.d.e, al final del reinado de Oshea (el decimonoveno rey de las tribus del norte), paralelo al sexto año del reinado de Jizquiahu de Ieudá, que el reino de Israel cayó y el resto de las diez tribus se exiliaron, y desde luego es ahí cuando nace la leyenda de las diez tribus perdidas de Israel
Lo que dice la tradición oral y apócrifa
La tradición oral y apócrifa contiene varias alusiones a las diez tribus. El Talmud en el tratado Sanedrín 110b, presenta una discusión sobre si las diez tribus volverán o no. Para tal efecto presenta tres opiniones; la primera es la de Rabí Akiva qué, basándose en Deuteronomio 29:28, asegura que las tribus no volverán. La segunda opinión, la de Rabí Eliezer, quien asegura que volverán. El Talmud luego cita la tercera opinión, la de Rabí Shimón ben Ieudá, que en nombre de Rabí Shimón, asegura que su regreso dependerá de sus acciones. Como sea, en opinión de muchos este problema no queda resuelto a pesar de la postura autoritativa de Rabí Akivá a la hora de zanjar cuestiones o discusiones. No obstante, en la actualidad hay quienes sí opinan a favor y siguen la opinión de Rabí Eliezer al considerar que las diez tribus se reunirán con el resto de Israel a la llegada del Mashíaj.
Siguiendo esta opinión, el Rambam en Mishné Torá, (Hiljot Melajim 12:3) dictamina que en época del Mashiaj a cada persona judía se le informará exactamente cuál es su tribu de origen. El encargado de hacérselo saber será el Mashiaj mismo. Esto implica que los descendientes de las diez tribus perdidas retornarán a la nación de Israel pero lo harán conforme a la halajá, es decir, por medio de una conversión formal y correcta (cf. Sanhedrín 110b; Ialkut Shimoni, Isaías 4: 69) debido a que difícilmente han mantenido su linaje matrilineal, por lo cual quedan excluidos para identificarse con el judaísmo normativo que fue el que durante siglos conservó las tradiciones.
En cuanto a la literatura no canónica también se presentan varios pasajes que aluden al tema. Quizás el pasaje más importante al respecto y el más conocido (hasta se alude a este texto en las cartas de Cristóbal Colón) proviene del libro apócrifo de 2 Esdras 13: 39–47 (o 4 Esdras para otros) que en su quinta visión mencionaba algunos detalles sobre el destino de las diez tribus perdidas que, de acuerdo al texto, sobrevivieron como un pueblo distinto, separado y discreto en algún lugar indeterminado llamado Arzareth. Así dice el pasaje en cuestión:
“Estas son las diez tribus que habían sido llevados prisioneros, fuera de en su propia tierra al tiempo del rey Osea (Josiah), a quien el rey de los asirios Salamanasar los llevó cautivos a otras tierras, cruzando un río. Entonces ellos decidieron irse a un territorio lejano, desconocido, jamás habitado por la raza humana, y adonde pudieran tener las leyes que no les permitieron tener en sus tierras. Y así cruzaron el río Éufrates por los lugares angostos del río y tras un viaje de un año y medio llegaron a una región llamada Arzareth”
Este Arzareth, de acuerdo a la Enciclopedia Judaica, es un nombre en hebreo que significa “montaña” (Ar) de Zareth. Sin embargo, de acuerdo Schiller-Szinessy, es una aliteración de una expresión de la Toráh en Deuteronomio 29: 24-27, que dice: “Por cuanto dejaron el pacto de HaShem... Y fueron y sirvieron a otros dioses... HaShem los desarraigó de su tierra... Y los arrojó a otra tierra [ereẓ ajeret] como el día de hoy.” Y en efecto este pasaje es el que se emplea regularmente como prueba escritural en otros pasajes de la literatura rabínica. De acuerdo a la tradición fue el lugar a donde fueron desterradas las diez tribus perdidas de Israel hacia el año 721 a.C. No se sabe su lugar exacto de ubicación. Algunos la sitúan en Rumania, otros en Ucrania, otros piensan que se trata del Japón. Y cuando América apareció en el panorama los pensadores judíos del periodo no tardaron en relacionarlas. Hoy los estudiosos piensan que es un nombre legendario que no indica un topos existente, ya que las diez tribus no se habrían perdido, sino que habrían sido mezcladas con otras poblaciones antiguas y simplemente desaparecieron como resultado de la política imperial asiria de mezclar los pueblos para evitar la sublevación.
En definitiva, varios son los apócrifos, como los Testamentos de los Doce Patriarcas, que asumen que las diez tribus todavía existen como tribus: así en el Testamento de Neftalí 3:3-13 se narra alegóricamente el dilema de la diez tribus; en el libro de Tobías se identifica al protagonista como descendiente de la tribu de Neftalí; también en Ben Siraj o Eclesiástico (36:11-15) y en los Salmos de Salomón (17:28-31), se alude a lo mismo. Por su parte la tradición hagádica sostiene que las diez tribus se dividieron en tres grupos, uno de un lado del río Sambation, otro en el lado opuesto, y la tercera en la localidad de Daphne, cerca de Antioquía. El Sambatión mencionado aquí, es ese legendario y famoso río que descansa en Shabat y que luego llegará a ser asociado de manera recurrente con las diez tribus perdidas y que ha querido ser ubicado en varias localidades del mundo como el Éufrates, el Indo, el Ganges y, desde luego, con ríos en América como el Amazonas y el Urubamba, este último en el Perú. En cuanto a Flavio Josefo, el historiador del primer siglo, en sus Antigüedades Judías (11: 133) asegura básicamente lo mismo: “Por lo cual, solo existen dos tribus [las conocidas como judíos] en Asia y en Europa sometidas a los romanos, mientras que las diez tribus se encuentran más allá del Éufrates hasta hoy y una inmensa muchedumbre que no se puede calcular en números”.
El judaísmo en la Edad Media
La mal llamada Edad Media, siempre rica en historias y anécdotas, no fue ajena a la leyenda de las diez tribus perdidas. De hecho, muchas veces, en el mundo cristiano, se empleó este motivo para explicar algunas circunstancias sociales que acaecían en tiempos conflictivos; así por ejemplo cuando los ejércitos mongoles comenzaron sus depredaciones en Rusia y Europa del Este se dijo que eran a la vez las diez tribus perdidas y las tropas de God y Magod, una vez más malignificando cualquier cosa que les sonara a judío.
Ya en el mundo de la tradición judía del período, hay dos historias que van a cautivar la mente de muchos y permitirán que, una vez más, el tema de las diez tribus perdidas sea renovado. Sus protagonistas son Eldad Hadani y David Hareuveni. Del primero se supo a fines del siglo IX, cuando Eldad Hadani, o “Eldad de la tribu de Dan”, apareció en la comunidad judía de Kairuán (hoy Túnez) asegurando que procedía de una tierra llamada Javilá, cerca del río Sambatión, donde vivían las tribus de Dan, Naftalí, Gad y Asher. Incluso decía haber viajado mucho y había conocido gente de las tribus de Reuben, Isajar, Zebulún, Efraim, Manashé y Shimón. La autenticidad de la historia de Eldad Hadani fue debatida a lo largo de la Edad Media. Muchos importantes rabinos medievales lo citaron como una fuente válida para la ley judía. Otros lo consideran un impostor y a sus escritos, inventos.
El segundo caso, el de David Hareuveni, se reportó en el año 1524. Decía venir del desierto de Habor, donde residían las tribus de Reubén, Gad y la mitad de la tribu de Manashé. Decía además que su hermano mayor, Iosef, gobernaba esas tres tribus y lo había declarado como su general militar y que cumplía para él una misión a fin de convencer a quienes gobernaban Europa de unir fuerzas con su ejército judío para invadir el Oriente Medio dominado por el islam y en especial, liberar a la tierra de Israel. Hareuveni logró encontrarse varias veces con el papa Clemente VII, quien le dio cartas de recomendación para los reyes de Portugal y de Abisinia (Etiopía). David fue arrestado en 1532 por Carlos V, del Sacro Imperio Romano Germánico, acusado de causar que muchos conversos volvieran al judaísmo. Las autoridades lo entregaron a los inquisidores, de España, donde seguramente murió en prisión.
Luego de estos dos renombrados casos no aparecieron en Europa o en las comunidades judías otros enviados de las diez tribus perdidas, salvo breves menciones de viajeros, como Benjamín de Tudela que, en 1173, aseguró que cuatro de ellas, las de Dan, Asher, Zabulon, Neftalí, se instalaron en la ciudad de Nishapur en Asia, la cual era gobernada por su príncipe Yosef Amarkala. Otros exploradores indistintamente ubicaban a las diez tribus en lugares como Japón, países de África, en China, la India, Afganistán, Kurdistán, el Cáucaso, Etiopía, Yemen y Persia, pero al descubrirse América todo dio un nuevo giro.
4) El imaginario de los cronistas en América
El texto Iggeret Orhot Olam (La Carta de los caminos del mundo), de Abraham Farissol (1451- 1525), contemporáneo de Colón, publicado en Venecia en 1586 –pero escrito en 1524- fue el primer libro hebreo que menciona el descubrimiento de América y hace una primera descripción. Fue traducido al latín y publicado en Oxford, en el año 1691 como Tracto Itinerum Mundi. Pero este documento solo repite los argumentos que otros empleaban para relacionar a los nativos americanos con las diez tribus, pues no en vano contaba con una larga tradición que hallaba en el nuevo continente un aliciente para mantenerla viva.
Si bien como firma Jacob Al-Kubba, “La hipótesis de haber sido poblado el Nuevo Mundo por las “diez tribus perdidas de Israel” se formó pronto entre españoles, portugueses e ingleses” cabe aclarar que no todos fueron de esa opinión, algunos como Gonzalo Fernández de Oviedo, en su obra “Historia General y Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Océano”, publicada en Sevilla en el año 1535, ofrecía dos alternativas acerca del origen del hombre americano y decía que posiblemente eran originarios de Cartago, gracias a sus famosos viajes de comercio, o bien procedentes de antiguos españoles. Mientras que personajes tan populares como Fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), sostenía, en sus obras “Apologética historia sumaria” (1536) e “Historia de Indias” (1517), que los habitantes de las Indias Occidentales, descendían de los de las Indias Orientales (Asia). Por su parte el cronista Francisco López de Gómara (1511-1566) en “Historia General de las Indias” (Zaragoza, 1521) y en “Crónica de la conquista de Nueva España”, aseguraba que el dios de los americanos era el diablo, que mantenían relaciones sexuales como los animales, eran grandes sodomitas, caníbales, sin noción de lo que es justicia, vergonzosamente desnudos, salvajes, insensatos, sucios, borrachos, viciosos, en síntesis, la peor gente que Dios pudo haber creado y sugiriere que la Atlantis, mencionada por Platón, era, en realidad, la tierra del origen del hombre americano.
Pero otras teorías hacían su aparición por ese entonces: así el italiano Girolamo Benzoni (1519-1570) en La storia del Nuovo Mondo”, de 1572 apoyaba la teoría “cartaginesa”. El portugués Antonio Galvâo, consideró creíbles las versiones, tal vez valiéndose del testimonio del clérigo Matteo Ricci, de que los viajeros chinos habían llegado a América antes que Colón. Esta idea es seguida luego en una obra de Manuel García y Merino llamada “Relaciones entre los antiguos peruanos y los chinos”, (Lima, 1890). Por su parte Armando Vivante en El problema de los negros prehispánicos americanos afirmaba que antes de los europeos ya habían llegado habitantes de África de la mano del Sultán de Guinea, quien hacia el 1300 d.e., preparó una flota para saber si había tierra firme a otro lado del Atlántico y que ellos realizaron al menos tres viajes a América del Sur.
Pero volviendo a la idea de las diez tribus perdidas como posible origen de los nativos americanos, otros fueron sus proponentes. Pero cabe hacer una distinción entre quienes buscaban motivos bíblicos y quienes específicamente consideraban a las diez tribus como la explicación más plausible en términos “científicos”. Por ejemplo, Benito Arias Montano (1527-1598) editó un mapamundi para “La Biblia Polígolta” (Amberes, 1570), en el que pretendía explicar cómo los descendientes de Noé poblaron el Nuevo Mundo. Ahí presentaba a Ophis llegando al Perú y Jobal colonizando Brasil. Idéntica teoría, fue sostenida por el belga Johannes Fredericus Lumnius (1533-1602), en su obra “De extremo Dei iudicio, et Indorum uocatione” (Venecia, 1569), con argumentos teológicos tomados del libro IV de Esdras. Otro que se basó en este apócrifo fue el teólogo español Juan Suárez de Peralta (1537-1590), en su “Tratado del descubrimiento de las Indias y su conquista” (1580), afirmando que los habitantes de América descienden de los marineros judíos que el rey Salomón envió a Ophir (Ofir), el lejano país legendario que menciona la Biblia, del cual se extraía oro y otros materiales y que algunos cronistas no dudaron en identificar como Perú, como lo hizo también Miguel Cabello de Balboa (1535-1608).
En 1607 aparece una obra fundamental que trataría el tema de manera más atenta y le dedica la tercera parte para intentar desentrañar esta relación, me refiero al libro del dominico Gregorio García, “Origen de los indios del Nuevo Mundo”, quien busca demostrar las similitudes culturales, religiosas, morales, intelectuales y lingüísticas que existían entren los Judíos y los Indios, desde luego siempre escribiendo en detrimento de los dos grupos, en los cuales creía ver las peores cualidades y no duda en resaltar de salvajismo de los dos grupos.
Pero quizá el libro del período más reconocido al respecto es Esperanza de Israel (1652) de Menasseh Ben Israel, judío portugués nacido en Madeira en 1604, quién llegó a ser el Gran Rabino de Amsterdam. En dicho documento afirmaba que descendientes de las tribus se encontraban en tierras americanas basándose en el testimonio de Aharon Leví de Montezinos, que después de un viaje por Sudamérica, relato que en los Andes, unos indios no identificados lo recibieron saludándolo con el Shema. Menases ben Israel aceptó el relato de Montezinos, y escribió en su obra: “Las Indias del Oeste están habitadas desde hace mucho tiempo por una parte de las diez tribus que pasaron del otro lado de Tarterie por el estrecho de Anian”, es decir por el estrecho de Bering.
Otras obras también hicieron eco de lo amerindios como descendientes de inmigrantes hebreos, como Relación de las cosas de Yucatán (1562) de Diego de Landa (1524?–1579); la Cronografía (1567) de Gilbert Génébrard (1535–1597) y El juicio final de Dios y la vocación de los indios (1569) de Jan Friedrich Lummen (1533–1602); el jesuita José de Acosta (1540–1600) en Historia natural y moral de las Indias [1590]) y el oidor Diego Andrés Rocha (1607–1688) en Tratado único y singular del origen de los Indios del Perú, (1681). Cabe mencionar de manera especial al jesuita Joseph Gumilla (1686-1750), quien en El Orinoco ilustrado y defendido. Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes” (1731), dio cuenta de su exploración como misionero en la cuenca del río Orinoco, afirmando (inventando, más bien) que la oración ritual que los indios de esa región dirigían a diario al Sol era la misma que decían los hebreos.
El imaginario de las diez tribus de Israel se mantuvo por encima de otros imaginarios que buscaban dar cuenta de lo origen de los nativos americanos, es decir de las asociaciones culturales que otorgaban la credibilidad y la realidad que le atribuían y desprendían de la Biblia en tanto que documento divinamente inspirado y no a la mitología ya desprestigiada. El imaginario de las tribus tampoco fue tan famoso entre los conquistadores, ya sea por desconocimiento o bien porque éste validaría y apoyaría una sujeción del nativo, ya que éste sería el descendiente de un pueblo civilizado, monoteísta, perteneciente a la misma tradición escritural, pero que renegaba de Cristo.
Ideas de carácter científico
Luego de los cronistas, que se apoyaron más en prejuicios y en una serie de estereotipos de aquello que consideraban judaico en los indígenas, aparece una serie de obras de carácter o pretensiones científicas, que se diferencia del anterior corpus literario por la aplicación un tanto más juiciosa y sistemática de saberes nacientes durante el siglo XIX, en especial de la lingüística, la arqueología y la etnología. Con esta suma de conocimientos elementales y en formación, se buscaría, más adelante, establecer pruebas de parentesco y afinidad genética, muestras de objetos materiales y el establecimiento de comercio de diversas especies para intentar probar que los nativos americanos descendían de las diez tribus pérdidas de Israel.
En cuanto a la lingüística y la filología, los autores comparativistas fueron quizá los que más aprovecharon la idea para intentar explicar, desde una serie de dudosas similitudes, la equivalencia, cuando no el origen, de las lenguas americanas con lenguas semíticas, en especial el hebreo. Quizás el más conocido es el caso del sacerdote italiano Miguel A. Mossi, que en sus estudios realizados en Santiago del Estero, sostuvo en su “Diccionario Analítico-Sintético-Universal” la similitud, supuestamente comprobada a partir de unas 500 raíces, entre el hebreo y el kjéchua
Por su parte el arqueólogo ruso Bernardo Graiver aseguraba que cuando visitó el Museo Arqueológico de Santiago del Estero (Argentina) junto al escritor Joaquín Meyra, observó en él una serie de piezas arqueológicas de arcilla y en ellas dice haber leído o reconocido simbología hebrea, como la estrella de David, o palabras arameas, como ser “Ab” (padre), “Pesaj” (Pascua), y una frase que decía “faltan tres días para la Pascua …”; o el tetragrama de Yahvé. Lo mismo en otras piezas, con supuestas inscripciones en arameo o hebreo antiguo. Dice creer haber reconocido una insignia con un gran barco con remos y una inscripción que habla de una tribu denominada “Zevilum”. De esto deja constancia en su obra “Judíos en América”; “Historia de la Humanidad en la Argentina bíblica y Bibliónica”
A lo largo y ancho del continente han aparecido y se han ido documentando algunas muestras arqueológicas que se suponen dan evidencia de presencia semita en América, en especial de judíos. Las menciono a continuación de manera rápida pues un examen detenido extendería este texto demasiado y no tengo en cuenta aquellas que se atribuyen a otros pueblos, como lo chinos o los fenicios. Solo basta decir que la gran mayoría de arqueólogos desestiman su importancia y poco valor, amén de señalar que son falsas o cuando menos una pésima interpretación de las piezas:
Piedra de Las Lunas: Encontradas al sur de Alburquerque (Nuevo México). En las cercanías de esta localidad norteamericana existe una montaña conocida como Mystery Mountain (la montaña del misterio) entre los habitantes del lugar. Fue precisamente a los pies de ella donde se encontró una roca "decorada" con una serie de extrañas inscripciones que han sido catalogadas por algunos arqueólogos como muestras de escritura paleo-hebrea que recogen una versión condensada y resumida del decálogo.
Las tablas de la Ley en Ohio: En 1860 David Wyrick, un vecino de Newark (Ohio) encontró una piedra con unas inscripciones ilegibles en un monte situado a escasos kilómetros de su ciudad. La piedra estaba tallada en todas sus caras los investigadores han descifrado en las inscripciones una versión reducida de los Diez Mandamientos.
Las Monedas judías de Kentucky: En 1952, un comerciante de Clay City (Kentucky) llamado Robert Cox encontró una llamativa moneda en un campo cercano al pueblo.
Reliquias de Michigan: objetos religiosos que probarían la existencia de culturas de Oriente Medio, en la América Precolombina. Posiblemente descendientes de las Tribus Perdidas de Israel.
Artefactos de Tucson: Objetos religiosos como cruces, monumentos, espadas, restos de dinosaurios y placas con inscripciones en hebreo y latín en una supuesta ciudad perdida llama Calalus (790-900 d. C). Son considerados un bulo.
Piedras Sagradas de Newark: Objetos religiosos con inscripciones en hebreo (contando historias bíblicas) encontradas en un entierro indígena precolombino, lo que sustenta la existencia de tribus perdidas de Israel en el continente americano. Se consideran un bulo.
La Piedra de Bat Creek: fue descubierta en un pequeño túmulo cercano a Knoxville, Tennessee (Estados Unidos) en el siglo XIX.
Estela de Tepatlaxco: antigüedad de 100-300 d. de C grabado que supuestamente representa a un hombre con un tefilim puesto. Actualmente e sabe que representa a un jugador del juego de la pelota.
Las consideraciones religiosas
Siendo que este tema involucra a la Biblia, y ella como texto sagrado involucra a su vez el sentimiento y la creencia de muchas personas, algunos autores de raigambre religiosa han querido exponer desde una particular doctrina lo que opinan al respecto. Cabe mencionar que en la gran mayoría de casos, estos predicadores -en especial provenientes de grupos protestantes- atan al tema de las diez tribus pérdidas de Israel, en especial su retorno o reconocimiento, al de la redención del mundo desde una perspectiva escatológica. En este sentido, y dada dicha consideración, nos hace pensar que no se trata pues de un tema de menor importancia. Recordaré aquí los casos más destacados.
Sin duda alguna el documento más famoso, pero no por ello el más antiguo, es la ficción religiosa decimonónica conocida como el Libro de Mormón, uno de los textos sagrados de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, supuestamente traducido por su fundador Joseph Smith. Es común, pero erróneo, afirmar que en dicho libro sagrado se afirme que las diez tribus de Israel llegaron a América mucho antes de Colón. Se afirma que, básicamente, América fue poblada gracias a dos migraciones provenientes del Medio Oriente; la primera fue un pueblo conocido como los Jareditas que llegaron alrededor del 2247 a. de C. huyendo de su tierra, tras la destrucción de la Torre de Babel y supuestamente forjaron en América una gran civilización que fue, con el paso de los siglos, desapareciendo en medio de cruentas guerras. Los Jareditas fueron seguidos muchos siglos después por un grupo familiar que huían de la destrucción de Jerusalem alrededor del 600 a.d.e., que al llegar a América y luego de un tiempo pudieron consolidarse como dos grandes tribus: los Lamanitas y los Nefitas. Los Lamanitas, tras una gran guerra que ganaron, aniquilaron a los Nefitas alrededor del año 421 d.e.c y son ellos los que vienen a ser los antepasados directos de los indios americanos de acuerdo a la doctrina mormona. No obstante la fama del libro es de opinión de muchos críticos literarios que la estructura del Libro de Mormon es un plagio del escrito View of the Hebrews del ministro congregacionalista Ethan Smith (1823).
Como sea, en Estados Unidos durante el siglo XIX, y aun antes, ya se habían escrito varios libros, documentos y tratados que afirmaban que, en efecto, había una relación de descendencia entre los nativos americano y lo judíos, uno de estos libros es Jewes in America, or, Probabilities that the Americans are of that race de Thomas Thorowgood, publicado en el año 1650, el cual, valiéndole de esta tesis, argumentaba sobre la necesidad de convertir estas tribus perdidas al cristianismo. La segunda edición de 1660 cita la autoridad de John Eliot (1604-1690), el “Apóstol de los Indios”, quien llegó a publicar una traducción de la Biblia en el dialecto Massachusetts de los Algonquinos en 1663. También grupos como la Corporación para la Propagación del Evangelio de Jesucristo en Nueva Inglaterra fueron fundados por colonos ingleses que creían que los indios eran judíos perdidos que necesitarían ser reconciliados con Cristo antes del fin del mundo.
Todas estas narrativas, trasmitidas no solo en textos sino en creencias populares, tendrían un impacto decisivo en la formación de doctrinas religiosas muy particulares, las cuales encontraron en dichas narrativas los elementos nutrientes para gestar un vínculo simbólico que serviría de transfundo cultural e identitario que, fundándose en aspiracionoes y crencia pobremente formuladas, surgieran, a lo largo del siglo XX, una serie de movimientos religiosos y cismáticos (en relación a las doctrinas “ortodoxas” de cada religión) que buscaban asociarse, con mala genética y mucha pseudohistoria, a las diez tribus pérdidas de Israel.
Dentro de estos movimientos podemos incluir a grupos como los “Israelitas Británicos”, quienes sostenían que los pueblos anglosajones eran, en realidad, descendientes directos de las tribus perdidas, particularmente de la tribu de Efraín. Aunque su origen se remonta a Inglaterra en el siglo XIX, esta doctrina encontró eco en Estados Unidos, donde algunos predicadores la adaptaron para justificar el destino manifiesto de la nación como un "pueblo elegido". Desde esta fuente nacería la doctrina llamada “efrainismo” y que se a actualizado en un ambiguo movimiento llamado “raíces hebreas” que a logrado un modesto éxito en grupos “mesiánicos”.
Otro ejemplo notable es el de los "Igbo Hebreos" de Nigeria, aunque su influencia también llegó a comunidades afrodescendientes en América. Algunos grupos afroestadounidenses, como los "Israelitas Hebreos Negros", emergieron a principios del siglo XX proclamando que los esclavizados traídos de África eran, en verdad, miembros de las tribus perdidas, especialmente de Judá, Benjamín y Leví. Estos grupos combinaban elementos del judaísmo con el cristianismo, adoptando prácticas como el shabat y las leyes dietéticas kósher, mientras mantenían la creencia en Jesús como el Mesías.
También existieron corrientes menos conocidas, como los "Cristianos Adventistas del Séptimo Día", algunos de cuyos adherentes, en ramas disidentes, abrazaron teorías sobre un linaje israelita en ciertos pueblos indígenas o incluso en comunidades europeas. Estas ideas, aunque marginales, reflejaban la persistencia de un imaginario religioso que buscaba reivindicar un pasado bíblico para justificar identidades espirituales y, en algunos casos, reclamos territoriales o políticos.
Otro grupo significativo que ha reclamado un vínculo con las tribus perdidas de Israel es Las Doce Tribus, una comunidad cristiana fundamentalista fundada en los años 70 en Estados Unidos. A diferencia de los movimientos que buscan un linaje étnico directo con los antiguos israelitas, este grupo se organiza de manera simbólica en doce comunidades, cada una representando una de las tribus bíblicas. Su enfoque no se basa en un origen genético, sino en una restauración espiritual del Israel bíblico, donde los miembros, independientemente de su ascendencia, son “injertados” (empleando vocabulario paulino) en las tribus mediante un estilo de vida comunitario y una estricta observancia de las enseñanzas de Jesús.
Un caso fascinante y menos conocido es el de Makunya (o Makuya) de Japón, un movimiento religioso cristiano que surgió en la década de 1940 y que también ha expresado una conexión espiritual con las tribus perdidas de Israel. Fundado por Ikuro Teshima, este grupo combina elementos del cristianismo evangélico con un profundo interés en el judaísmo y el sionismo. A diferencia de otros grupos que buscan un vínculo genealógico con las tribus perdidas, los Makuya ven a Japón y otras naciones como destinadas a unirse espiritualmente al pueblo de Dios en los últimos tiempos. Teshima creía que, aunque los japoneses no eran descendientes físicos de Israel, tenían un llamado divino a apoyar al pueblo judío y a prepararse para la redención mesiánica, siendo de este modo fervientemente escatológicos.
Consideraciones finales
Pensar en las diez tribus de Israel como hipótesis posible para explicar en parte el poblamiento americano, por más improbable que esto sea, es una forma llamativa de reducir el amplio espectro del variado mundo semita en el que se debería incluir (de acuerdo al período al que hacemos referencia) a cananeos, árabes, fenicios, moabitas, cartaginenses, arameos, babilonios, etíopes y por su puesto a los hebreos. Así que, si deseamos buscar esta influencia o filiación, si es que existió, se necesita de la participación de muchos académicos, expertos y estudiosos de dichos grupos etnolingüísticos. Los semitas, en el sentido bíblico de la palabra, son todos los descendientes de Shem, el primer hijo de Noaj (Noé), mencionado en el Génesis, pero en ellos se incluiría aun a los chinos, mientras que en términos antropológicos se refiere a todos los pueblos que se caracterizan por poseer una base lingüística originaria del próximo y Medio Oriente. Para muchos estas dos descripciones se oponen y contradicen; por mi parte, puedo ver en ellas dos formas complementarias de apreciar una misma condición colectiva que está siendo estimada desde orillas conceptuales diferentes.
Es importante notar que, ya entrado el siglo XXI, la leyenda de las diez tribus perdidas de Israel desborda el imaginario americano y permite recrear de nuevo los viejos territorios por los que alguna vez esta leyenda pasó, toda la aventura humana del viaje, del desplazamiento, de la migración, del nomadismo y, en fin, traída una vez más a fin de gestar una narrativa actual pero con sabor a épica, de modo que en su periplo se pueda establecer la relación entre los grupos étnicos que buscan, ya por influencia cristiana, ya por cierta valoración histórica, ser asociados al pueblo de Israel, en quien se percibe una fuerza de la edades y una colectividad de prestigio que ha logrado concentrar en su devenir esa sensación de eternidad a la que toda nación aspira.
Entonces, ¿qué nos sigue diciendo y aportando sobre América la idea de que lo semitas y las tribus perdidas de Israel se relacionan con los nativos americanos cuando ya se reconoce en términos genéticos que provienen de poblaciones norasiaticas de un pasado remoto? Mucho todavía, sobre todo porque las posibilidades culturales que incluye en su poder simbólico pueden generar, con fuerza incalculable, un vínculo que conecte a dos colectividades alejadas y perseguidas por las mismas fuerzas opresoras que en algún momento quisieron menguarlas al punto de extinguirlas o en el mejor de los casos, a someterlas.
Sí, y como ya se ha demostrado en muchos estudios genéticos: no hay sangre semítica en los pueblos precolombinos ni una influencia cultural destacada, pero en realidad, lo que ahora importa no es el pasado sino todo el porvenir que ésta por delante y que sin dudad, si se configura así, servirá para establecer interacciones que motiven a los miembros de muchas poblaciones interesadas a buscar una mañana en que la asociación entre nativos americanos y judíos no parezca algo extraño, sacado de una revista especulativa, de una anécdota de los cronistas o de una creencia religiosa mal fundada.
La abundante y dispar información sobre la cuestión, mucha de ella incansablemente repetida, distorsiona la objetividad con la que bien podría tratarse el tema, pues dados los diversos intereses, la mayoría de ellos ajenos y alejados del estricto quehacer científico, solo llevan, provocan y producen un sesgo de confirmación que la mayoría de las veces no coincide con las pruebas, lo que obliga a muchos a disfrazarlas o negarlas. Pudiendo ser abordada desde diferentes disciplinas y conocimientos, se ha terminado por dejarla al abandono de los intereses doctrinales que provoca que todos aquellos que desean abordarla de una manera metódica siempre se cuestionen si podrá ser tratada de desde una perspectiva científica.
En este sentido, para poder evidenciar la relación o las raíces semitas de los pueblos nativos de este continente se debe ir más allá de la anécdota y de esa especulación tan frecuente que le ha valido el rápido abandono y el claro descrédito que la aleja de los ámbitos académicos y la aproxima al interés religioso de grupos bien definidos que se disfrazan de academia, como por ejemplo la Universidad de Brigham Young.
Por lo tanto, no es prudente caer en la credulidad, que tan caro ha salido en otras ocasiones, pero tampoco es conveniente descartar de inmediato las ideas y los motivos que llevaron a muchos a considerar que en efecto han existido contactos precolombinos entre americanos y semitas, la razón de ello es que es un fecundo pensamiento que, más allá de si es o no corroborado en términos académicos, permite proponer el encuentro que, si no se dio en el pasado, bien podemos establecer en el futuro al promover la creación de puentes simbólicos que conecten a las poblaciones que tienen mucho en común desde una perspectiva espiritual.
Los arqueólogos han atravesado al continente americano con un reduccionismo dual de opuestos que a veces generan una dinámica de falsa oposición entre un aislacionismo extremo y un difusionismo desproporcionado, olvidando, o queriendo privilegiar ciertas hipótesis y teorías, que en la realidad no tienen por qué ser contradictorias y que bien pueden necesitarse en algunos escenarios para dar cuenta de ciertos casos que varían de acuerdo a la ocasión, el lugar, la cultura o la tecnología del momento en el que una sociedad humana se puede encontrar; así, por ejemplo, el arqueólogo Jaime Errázuriz destaca que los navegantes chinos antes de Colón, disponían de embarcaciones mucho más amplias, mejor dotadas y preparadas para recorrer el bravío océano Pacífico; de modo similar, con frecuencia olvidamos, ya por desprecio, ya por cierta preferencia hacia nuestra época (una suerte de cronocentrismo que nos lleva a menospreciar las proezas de quienes nos precedieron), que el espíritu nómada humano ha sido aquello que más nos ha llevado a recorrer y buscar los medios para alcanzar y dominar nuevos territorios. Esto que Errázuriz dice de los chinos, bien podría decirse de los fenicios, reputados navegantes, cuyos compañeros de viaje durante un gran periodo de su historia fueron judíos.
Alejandro von Wuthenau, un historiador considerado heterodoxo por su difusionismo radical, sostenía algo que no podemos dejar pasar por alto a la hora de considerar las influencias, las relaciones y el seguro y posible contacto entre los pueblos de la antigüedad. Afirmaba:
Vemos que la mayoría de los arqueólogos y los etnólogos del continente americano están de acuerdo en un punto de vista absolutamente negativo con respecto al problema de la difusión cultural entre el Viejo y el Nuevo Mundo en los tiempos antiguos. Los americanos del Norte muestran una firme oposición a las hipótesis que implican fenómenos de larga duración, lo que es una consecuencia de su desconfianza hacia los resultados obtenidos por el pensamiento histórico y cultural. Los latinoamericanos se ven afectados principalmente por un sentimiento de nacionalismo mal dirigido y que les conduce a negar toda posibilidad de influencia exterior sobre las culturas más desarrolladas del pasado, considerándola como una hipótesis que atenta contra su orgullo nacional. Se complacen en la gloria reflejada por las realizaciones culturales de aquellos que –es sorprenderte decirlo- son los antepasados de la parte de las poblaciones nacionales que, en muchos de esos países, viven en el nivel social más bajo. El dogmatismo y la emoción son, pues, la base principal de la oposición aislacionista, que descansa además en ciertas suposiciones cuya investigación más minuciosa tiende a retrasare progresivamente…
América, además de ser crisol de razas, como se le ha llamado con frecuencia, lo es también, y sobre todo, de ideas. Una de esa ideas llegó por un largo camino desde Medio Oriente hasta América, fue promulgada, creída y descreída por viajeros, amada y temida, predicada y rechazada, fue y ha sido, en todo caso una idea que ha no pasado desapercibida y que por más descartada que se encuentre, siempre hay que recordarla, tenerla ahí a la mano, no olvidarla, porque en los vaivenes de la historia y de la ciencia uno nunca sabe si algún día se necesite, pues tal vez pueda pasar que -parafraseando al salmista- la idea que los intelectuales han rechazado ha venido a ser la idea angular.
Agradezco profundamente al autor por su análisis lúcido y bien fundamentado sobre la persistencia de la leyenda de las diez tribus perdidas de Israel en el imaginario americano. Su enfoque interdisciplinario, que abarca desde las fuentes bíblicas hasta las tradiciones orales y las crónicas coloniales, ofrece una perspectiva enriquecedora y necesaria en un contexto donde las narrativas pseudohistóricas a menudo encuentran terreno fértil.
ResponderEliminarEs esencial reconocer que, aunque el deseo humano de conectar con tradiciones ancestrales es legítimo, debemos ser cautelosos al adoptar teorías que carecen de respaldo académico. La idea de que las diez tribus perdidas habrían llegado a América ha sido ampliamente desacreditada por estudios arqueológicos y lingüísticos, y su persistencia en ciertos círculos refleja más una necesidad simbólica que una realidad histórica verificable.
Invito a los lectores a abordar este tema con un espíritu crítico y abierto, valorando las contribuciones del autor y considerando las evidencias disponibles. Solo a través del diálogo informado y el cuestionamiento respetuoso podremos avanzar en la comprensión de nuestra historia y nuestras identidades.
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