Por ג'ורג' אנדוחר (colaborador, co-autor)
La conversión para el cristiano es, en esencia, un procedimiento de reducción de lo heterogéneo a lo homogéneo, de lo inclusivo a lo exclusivo, de lo múltiple a lo único. El judaísmo rechaza ese procedimiento reductivo.
No se reza, entre nosotros, los judíos, por la conversión de los cristianos ni por la de los integrantes de ningún otro credo al nuestro. Al no ser misioneros, los judíos no buscamos ni aspiramos a inducir u obligar a nadie a la adopción de nuestra fe.
Oramos, sí, los judíos por el indispensable entendimiento entre los seres humanos, sean o no creyentes y sea cual fuere su fe. Rogamos a Dios que nos ilumine para poder acercarnos más y mejor a quienes, por no ser judíos, nos resultan interlocutores indispensables en el esfuerzo por construir, juntos y cada cual desde su preciosa diferencia específica, un mundo menos atormentado por el prejuicio y la incomprensión.
Este acercamiento anhelado y siempre perfectible descansa sobre el presupuesto de que la diferencia entre los que buscan aproximarse entre sí es necesaria para promover el recíproco reconocimiento. También y ante todo es sagrada esa diferencia para los judíos pues el prójimo sólo puede llegar a ser amado, como pide la Torá, si su irreductible singularidad, o sea su diferencia, es amada.
Un cristiano o cualquier no judío podría ser parte del mundo venidero, pero...
De acuerdo con nuestra Torá, aquel individuo no judío que lleva a cabo los Siete Preceptos de esta constitución universal (בראשית / Bereshit / Génesis 9:1), cumple con la voluntad del Todopoderoso. De acuerdo con el Talmud, este individuo no judío tiene parte en el mismo mundo por venir prometido al judío. No es necesario que el no judío se haga judío para obtener lo que, entre cristianos, se llamaría su salvación. El judío no busca hacer del mundo uno más judaico, sino uno mejor.
Con el cristianismo se presenta también una de las ideas más enfermizas de nuestra cultura, la idea de culpabilidad, para la que se requiere redención a través de un sacrificio de sangre humano.
Ello no significa que se rechace o impugne a quien por propia iniciativa desee hacer suya la fe judía. Para ésta, judíos y cristianos, así como los miembros de cualquier otra confesión, pueden coincidir, desde sus prácticas particulares, en una misma valoración de la vida como manifestación de lo sagrado. Y es la búsqueda de la confluencia en la valoración de lo sagrado, y no la reducción de esta espléndida diversidad de criterios y modalidades de la fe a un punto de vista dominante, lo que en una de sus oraciones fundamentales solicita el judaísmo. Esta coincidencia en los fines es, para el judaísmo, lo decisivo.
"Yo soy salvo y santo y tú no"
La conversión para el cristiano es, en esencia, un procedimiento de reducción de lo heterogéneo a lo homogéneo, de lo inclusivo a lo exclusivo, de lo múltiple a lo único. El judaísmo rechaza ese procedimiento reductivo. No sólo porque en el pasado muchas de sus vidas fueron tronchadas por sus manifestaciones más sanguinarias, sino porque entiende que el futuro del planeta exige desecharlo si se aspira a lograr una integración en la diversidad capaz de infundir a la globalización una acepción espiritual y culturalmente equitativa.
Ello no significa que se rechace o impugne a quien por propia iniciativa desee hacer suya la fe judía.
El valor sagrado del otro y de lo otro, su derecho a la singularidad, demandan un cambio en la concepción de lo universal. Si se trata de renunciar a conquistar la unidad a expensas de las diferencias, para ello es fundamental concebir las diferencias como la expresión más alta y plena de la unidad.
La moral cristiana
Con el cristianismo triunfa una moral que reivindica valores propios de lo que algunos llaman “moral de esclavos”, la sujeción, el sometimiento, la pobreza, la debilidad, el humillarse, la mediocridad. El cristianismo desgraciadamente fomenta los valores mezquinos: la obediencia ciega, los sentimientos propios del rebaño; es la moral vulgar, la del esclavo, la moral de resentimiento contra todo lo elevado, lo noble, lo singular y sobresaliente; es la destrucción de los valores del mundo antiguo; el cristianismo es el "enemigo mortal del tipo superior del hombre".
No es necesario que el no judío se haga judío para obtener lo que, entre cristianos, se llamaría su salvación. El judío no busca hacer del mundo uno más judaico, sino uno mejor.
Con el cristianismo se presenta también una de las ideas más enfermizas de nuestra cultura, la idea de culpabilidad, para la que se requiere redención a través de un sacrificio de sangre humano. Tal y como han hecho muchas culturas paganas a través de los tiempos.
Si los judíos fuéramos proselitistas no haríamos tanto un misionerismo hacia el judaísmo en sí y ni siquiera hacia los célebres Diez Mandamientos. Lo que propondríamos sería que quien no es judío cumpla con los Siete Preceptos de Noé (בראשית / Bereshit / Génesis 9:1) que son, casi todos, lo más parecido a la ley natural: 1) No matar; 2) No robar; 3) No cometer incesto; 4) No incurrir en idolatría; 5) No maldecir a Dios; 6) Contar con magistrados de justicia; 7) No mutilar animales.
Con ello el no judío tendrá parte en el mundo venidero o vida eterna... No necesitamos tratar a los demás como menos santos y menos capaces de llegara la vida eterna porque no creen como nosotros o no practican lo mismo que nosotros. Ese pensamiento de creerse mejor, más santo y "salvo" que los demás, es arcaico y está totalmente alejado del plan del Dios verdadero para la humanidad. El día que el cristianismo despierte de su letargo y engaño de creerse el camino, la verdad y la vida exclusivos, ese día comenzará a recibir el respeto de los judíos y otros seres humanos por igual.
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